Guardacostas (Imperio español)

Armada española. Oswald W. Brierly, siglo XIX.

Guardacostas era el término oficial usado en el Imperio español, en la etapa de los siglos XVII a XIX, para referirse a los corsarios encargados de la defensa costera de los territorios de ultramar, dedicados a la caza de piratas, contrabandistas y corsarios de naciones extranjeras. Tuvieron su apogeo con las reformas navales de la dinastía borbónica, que integró a los corsarios privados en codependencia con las armadas reales, sistema que capitanes como Blas de Lezo ayudaron a desarrollar.[1]​ Entre los principales corsarios se hallaban Miguel Enríquez, Juan Corso y Nicolás de la Concepción.

Esta clase de corso se convirtió en el pilar de la vigilancia costera contra la piratería y el contrabando, apresando a lo largo de los años centenares de buques ingleses, holandeses, franceses y daneses y alimentando las economías locales indianas con el botín de sus capturas.[2]​ Los guardacostas hispánicos ganaron una pésima reputación internacional por su brutalidad y excesos, ya que atacaban barcos foráneos indiscriminadamente y arrestaban o ejecutaban a sus tripulaciones a la menor sospecha de ilegalidad,[3][4]​ incluso aunque a veces ellos mismos practicaban los delitos que perseguían.[5]

Aunque poco conocidos en la modernidad,[1]​ los guardacostas resultaron altamente efectivos y lucrativos en su papel, obteniendo cotas de capturas superiores a las de la propia piratería extranjera de la época.[6]​ El almirantazgo británico llegaría a recibir informes en 1722 de que los guardacostas españoles suponían un peligro mayor que los piratas de cualquier nación.[7]​ A pesar de los notables avances traídos por estas iniciativas, el problema pirata continuó sin desaparecer debido al ardor de todos los implicados y a las dificultades logísticas de erradicar un problema descentralizado.[8]

Características

Los guardacostas eran eminentemente corsarios reclutados en las poblaciones locales. Aportaban los barcos y armas y se le confería autoridad para capturar y traer a puerto todo buque extranjero que diera sospechas de piratería o contrabando, recibiendo a cambio parte de los beneficios del requiso. Aunque los dueños de los buques tomados tenían derecho a reclamación, el escenario habitual era que los barcos y los bienes se vendieran rápidamente y sus dueños fueran redirigidos a comprárselos a sus nuevos propietorios o a viajar a Madrid para elevar una queja.[9][7]​ Los tripulantes arrestados eran frecuentemente torturados y condenados a prisión, a muerte o trabajos forzados.[10]

Real de a ocho, moneda global en el siglo XVIII.

La naturaleza de su trabajo les confería una gran autonomía en la interpretación de las leyes y las demarcaciones geográficas, lo que significaba que, en la práctica, los guardacostas tomaban lo que querían con poca o ninguna prueba de delito.[10][7]​ Encontrar en sus registros mercaderías netamente procedentes de las Indias hispánicas, como el cacao, la sal, las pieles, el rapé y el palo de Campeche,[9]​ o incluso un solo real de a ocho español a bordo, bastaba para declarar el barco requisado por piratería o contrabando.[2][10]​ Los guardacostas ejecutaban a veces a tripulaciones enteras,[11]​ y en sus mayores extralimitaciones llegaban a asaltar asentamientos terrestres en las islas inglesas, holandesas y francesas.[12]

Utilizaban sobre todo medias galeras de hasta dos palos y 120 hombres apodadas piraguas, que ocultaban en tierra con vegetación durante el día para después salir en ataques nocturnos contra buques desprevenidos,[13]​ aunque con el tiempo adoptarían embarcaciones de todo tipo, grandes y menores, especialmente las rápidas y maniobreras balandras o sloops de 35 hombres,[14]​ bien armadas y reunidas en pequeños grupos para abordar buques enemigos.[4]​ Aunque muy inferiores a los buques de línea británicos enviados para contrarrestarles, éstos raramente lograban encontrarles o darles caza.[15]​ Los guardacostas operaban a menudo en conjunción con pequeñas flotas reales llamadas armadillas en las fuentes de la época (también se llamaba armadillo a los barcos individuales fuertemente armados).[16]

Sus tripulaciones eran tan variopintas como el propio Imperio español, compuestas por blancos, negros, indios, mestizos y mulatos,[4]​ además de itálicos y balcánicos,[16]​ y empleaban a renegados de todas las naciones volcados al servicio de España, con capitanes como Turn Joe, Richard Holland y Jelles de Lecat, un antiguo teniente del inglés Henry Morgan. El éxito de los guardacostas empujaba a piratas y bucaneros a cambiar de bando y unirse a ellos, a veces a cambio de amnistía, y la administración imperial les acogía con sorprendente liberalidad, aunque favoreciendo a los católicos o a los dispuestos a convertirse.[17]​ Los corsarios llegados desde Vizcaya, sin embargo, eran los mayores en prestigio.[11]

Historia

En 1674, después de siglos de negativa a autorizar el corso, la Corona española comenzó a extender patentes en las Indias a fin de proteger las costas locales, muy a sazón de que Henry Morgan hubiera vencido a la Armada de Barlovento oficial en Maracaibo en 1669.[13]​ Las primeras escuadras eran de naves de corte real, pero el coste de mantener armadas estables llevó a las autoridades a recurrir cada vez más a armadores privados en comisiones conjuntas, a menudo enviando navíos de guerra que, al llegar a las Indias, reunían flotas corsarias auxiliares para operar.[1]​ Los corsarios guardacostas, a menudo milicianos y piratas reconvertidos, se volvieron pronto la mayor amenaza para los filibusteros y bucaneros extranjeros.[11]

Puerto antiguo de San Juan, Puerto Rico.

A lo largo del siglo XVIII, los guardacostas hispánicos eran ya la principal medida defensiva del Imperio español contra la piratería,[11]​ especialmente a causa de la implicación española en las diversas guerras europeas que absorbían sus recursos navales.[1]​ Los británicos poseían derechos de comercio hispano desde el Tratado de Utrecht de 1715, pero correspondía precisamente su vigilancia y ejecución a los guardacostas, que actuaban con contundencia extremada para reprimir las ilegalidades.[18]​ La situación resultante llevaba a los españoles a acusar a los ingleses de no respetar los tratados y a los ingleses a acusar a los españoles de maltratar a sus marinos.[18]​ El número de guardacostas creció a partir de la Guerra de la Cuádruple Alianza.[12]

La actividad guardacostas se generaba durante las primeras décadas desde los puertos cubanos de Santiago y Trinidad, extendiéndose a partir de 1720 a San Agustín en Florida y a Puerto Rico, un importante centro corsario que los británicos denominaban el "Dunkerque de América" por las depredaciones de sus naves, comparables a las de los antiguos corsarios dunkerqueses del imperio de los Austrias.[7]​ La Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, fundada en 1728, obtuvo permiso igualmente para fletar corsarios y contribuir a ello.[1]​ Los guardacostas y su agresividad se incrementaron también por las tensiones políticas y comerciales de 1729,[2]​ en especial bajo la batuta del almirante José Patiño, un promotor del corso, quien lo comisionó asimismo contra la piratería berberisca en el Mediterráneo.[1]

Blas de Lezo, cofundador de la Compañía de Armadores en Corso de Cartagena de Indias.

El modelo de aglutinar corsarios por parte de los guardacostas reales tuvo a capitanes de la talla de Blas de Lezo, quien fundó junto con el gobernador Pedro José Fidalgo la Compañía de Armadores en Corso de Cartagena de Indias en 1737.[1]​ En 1740 se fundó además en Cuba la Real Compañía de La Habana, que obtuvo permiso para armar y desplegar corsarios guardacostas.[1]​ A veces los corsarios eran financiados, paradójicamente, por élites locales hispánicas que prosperaban con el mismo contrabando y deseaban barrer a sus rivales extranjeros para obtener el monopolio.[1]​ El blanco principal de sus depredaciones era la Jamaica británica, donde emboscaban el cabotaje local y el transporte de sus plantaciones.[19]

Los choques resultaron en incidentes como el que dio paso a la Guerra de la Oreja de Jenkins, llamada así por el capitán británico que al parecer perdió una oreja a manos de un guardacostas. Los guardacostas de la Guipuzcoana llegaron a actuar como verdaderos efectivos de guerra y transporte en este conflicto.[1]​ El fuerte de San Agustín, de gran actividad desde 1738, expidió numerosas patentes de corso de mano de su gobernador Manuel de Montiano a numerosos cubanos y novohispanos, además de foráneos como el famoso esclavo fugado británico Francisco Menéndez. Durante la Guerra, los guardacostas avituallaron la ciudad a expensas del tráfico mercante británico, y sus saqueos de ciudades costeras inglesas alcanzaron objetivos tan lejanos como Carolina del Sur y Delaware,[7]​ donde las patrullas locales creadas en respuesta resultaron de poco éxito.[20]

Zenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada, se convirtió en un gran impulsor del corso con su llegada al gobierno en 1743, como también lo haría Julián de Arriaga y Ribera. Sólo entre 1747 y 1776 se capturó a 200 mercantes en las aguas del Caribe.[21]​ Durante la década de 1770, la mayor centralización imperial fue separando progresivamente a los corsarios guardacostas del ámbito privado, financiándolos en su lugar con las cajas públicas bajo el llamado Derecho de Armada y Piragua. Se procuró siempre mantener la apariencia oficial de meros agentes de la ley, lo que produjo una controversia entre José de Mazarredo y Francisco Machado sobre si los buques capturados debían ser considerados presas o comisos. Fue en 1788 que los corsarios transicionaron finalmente hacia una verdadera guardia costera bajo el gobierno de Manuel Godoy, decretándose su instrucción en 1803.[1]

Guardacostas notables

Referencias

  1. a b c d e f g h i j k Moya Sordo, V. (2021). Los corsarios guardacostas del Golfo-Caribe hispanoamericano a lo largo del siglo XVIII. Revista Universitaria de Historia Militar. Volumen 10, número 20, Año 2021, pp. 125-147 ISSN: 2254-6111
  2. a b c Little, 2014.
  3. Viele, 2013, p. 40.
  4. a b c Gaudi, 2021, p. 16.
  5. Little, 2014, p. 170, 173.
  6. Nicieza Forcelledo, 2022.
  7. a b c d e Wilson, 2021, p. 229.
  8. Little, 2014, p. 173.
  9. a b Wilson, 2021, p. 36.
  10. a b c Gaudi, 2021, p. 14.
  11. a b c d Little, 2014, p. 170.
  12. a b Wilson, 2021, p. 228.
  13. a b Little, 2014, p. 169.
  14. Little, 2014, p. 170-171.
  15. Wilson, 2021, p. 38.
  16. a b Little, 2014, p. 172.
  17. Little, 2014, p. 171-172.
  18. a b Jefferson, 2015, p. 280.
  19. Wilson, 2021, p. 34.
  20. Corbett, 2012.
  21. Serrano Álvarez, 2004, p. 376.

Bibliografía

  • Corbett, Theodore (2012). St. Augustine Pirates and Privateers. Arcadia. ISBN 9781614236535. 
  • Gaudi, Robert (2021). The War of Jenkins' Ear: The Forgotten Struggle for North and South America: 1739-1742. Pegasus Books. ISBN 9781643138206. 
  • Jefferson, Sam (2015). Sea Fever: The True Adventures that Inspired Our Greatest Maritime Authors, from Conrad to Masefield, Melville and Hemingway. Bloomsbury. ISBN 9781472908827. 
  • Little, Benerson (2010). Pirate Hunting: The Fight Against Pirates, Privateers, and Sea Raiders from Antiquity to the Present. Potomac Books. ISBN 9781597975889. 
  • Little, Benerson (2014). The Sea Rover's Practice: Pirate Tactics and Techniques, 1630-1730. Potomac Books. ISBN 9781597973250. 
  • Nicieza Forcelledo, Guillermo (2022). Leones del mar: la Real Armada española en el siglo XVIII. EDAF. ISBN 9788441441552. 
  • Serrano Álvarez, José Manuel (2004). Fortificaciones y tropas: el gasto militar en tierra firme, 1700-1788. Diputación de Sevilla. ISBN 9788447208227. 
  • Viele, John (2013). True Stories of the Perilous Straits: The Florida Keys. Globe Pequot. ISBN 9781561646456. 
  • Wilson, David (2021). Suppressing Piracy in the Early Eighteenth Century: Pirates, Merchants and British Imperial Authority in the Atlantic and Indian Oceans. Boydell Press. ISBN 9781783275953.